*** La pérdida del deporte como cultura: una elegría de barrio ***
En los años 90 mi ciudad tenía algo que hoy suena casi utópico: Juegos Escolares y Escuelas Deportivas Municipales gratuitas, abiertas a todos los niños sin distinción. No había cuotas, no había marcas, no había “plan premium”. Solo había ganas de jugar, de aprender, de competir con dignidad.
Y había, además, un alcalde deportista. No de foto ni de campaña: deportista de verdad.
El mismo que gobernaba la ciudad era también el primero en aparecer los sábados al amanecer, corriendo con su grupo por las calles vacías. El mismo que, entre semana, sacaba tiempo para un partidito de fútbol sala en el Pabellón Ruiz Mateo. Su ejemplo era silencioso, auténtico, y precisamente por eso más educativo que cualquier discurso.
Aquel tiempo tenía un aroma que hoy cuesta reconocer: el del deporte como bien común.
La ciudad que se quedó sin juego
Ahora, en cambio, da la sensación de que la ciudad ha perdido su pulso deportivo.
Los colegios ofrecen cada vez menos actividad física; las canchas de barrio, antes llenas de ruido y rivalidades sanas, están vacías los fines de semana. Ya no hay chavales botando un balón hasta gastarlo, ni adolescentes midiendo su orgullo en un uno contra uno interminable.
Lo que antes era un paisaje habitual —grupos corriendo por la mañana, bicicletas cruzando avenidas, niños ocupando pistas de baloncesto— se ha convertido en rareza.
La ciudad parece haber olvidado que el deporte también la mantenía viva.
Hemos cambiado el cielo por el techo
Y, sin embargo, los gimnasios están llenos.
Cintas eléctricas funcionando en fila, bajo luces frías y música enlatada, mientras fuera los circuitos naturales permanecen desiertos. Hemos llegado a creer que caminar sobre una cinta es más “serio” que caminar bajo el cielo; que sudar entre espejos es más “profesional” que sudar entre árboles.
El deporte siempre requirió sacrificio: esfuerzo, disciplina, constancia.
Pero su espíritu estaba en la calle, en la naturaleza, en el aire fresco.
Hoy, en cambio, parece que preferimos pagar por una versión empaquetada del esfuerzo, más cómoda, más controlada, más vendible.
El negocio ha devorado la esencia
La conclusión es amarga: lo que antes era cultura, ahora es mercado.
Se nos convence de que lo saludable es lo que cuesta dinero, que el verdadero deporte está dentro, no fuera; que lo importante no es el hábito, sino la apariencia. Hemos aceptado esa lógica sin darnos cuenta de lo que dejamos atrás: la educación, la comunidad, la calle como escenario natural del juego.
Hemos permutado la libertad de correr por la ciudad por la obligación de fichar en el gimnasio.
Y lo más triste es que muchos creen que han salido ganando.
Miguel A Soto






